Un relato de intriga y humor en el que unos padres preocupados buscan a su hijo que no ha ido a comer con ellos. ¿Tienen las pelusas la culpa?
Los padres de Bruno se preocuparon cuando el domingo no se presentó para comer con ellos como solía hacer. No contestó a ninguna de sus llamadas, por lo que decidieron esperar a que él les contactara. Seguramente, tendría alguna explicación para justificar su ausencia. Sin embargo, llegó la hora de la cena sin noticias.
Inquietos, volvieron a llamarlo y como no hubo respuesta, fueron a su piso. Nadie les abrió la puerta, de modo que pulsaron el timbre del vecino de al lado. Le contaron la situación a un hombre de unos sesenta años, poco pelo y ojos azules.
No sabía nada y, de hecho, llevaba dos días sin oír ningún sonido desde el piso contiguo. La madre propuso llamar a la policía. No obstante, el vecino dijo tener una llave que Bruno le había dado la semana anterior para que entrara con el técnico de la caldera para la revisión anual mientras él estaba en el trabajo.
El piso estaba oscuro y en silencio. Se dividieron para buscar a Bruno y un minuto después se encontraron de nuevo en el salón.
—En la cocina no he encontrado nada significativo si ignoramos el hecho de que está hecha un asco. El lavavajillas está lleno de platos sucios, hay sartenes con aceite muy usado sobre una vitrocerámica plagada de manchas, el suelo está pegajoso y de las encimeras mejor no hablo —explicó la madre, luego suspiró—. ¿Quería independizarse para vivir en una pocilga? En casa no era tan relajado con la limpieza.
—No se lo permitías. —El padre sonrió a la vez que recordaba a su hijo obedeciendo a regañadientes y argumentando que limpiar era una pérdida de tiempo—. El dormitorio no parece mucho mejor que la cocina. Hay una silla con muchas prendas por lo que es difícil precisar si falta algo de ropa en el armario. Su cartera tiene la documentación, dinero, tarjetas… Hasta el móvil está sobre la mesita de noche. No veo indicios de que se haya marchado. Eso sí, hay un montón de pelusas de diversos tamaños por el suelo y la cama es un remolino de sábanas, manta y edredón como si hubiera pasado un huracán. ¡Con razón no quería que viniéramos a visitarlo!
—En algún momento del año se derramó líquido sobre la mesa del salón, tal vez cerveza o refresco —comentó el vecino—. Hay envoltorios de chocolatinas y bolsas vacías de patatas fritas por el sofá y el suelo. También se ve mucha pelusa en el suelo, es lo que más abunda, aunque me ha llamado la atención que estén alineadas.
—¿Alineadas?
—Sí, si os fijáis forman una línea.
—Eso no tiene sentido. —El padre sacudió la cabeza con el ceño fruncido.
—Venid a verlo.
Y, en efecto, uno podía trazar una línea imaginaria más o menos recta que unía las pelusas del salón, así que la siguieron. No tardaron en darse cuenta de que avanzaba por el pasillo hasta el dormitorio y se perdía debajo de la cama. El padre la rodeó e informó de que no había pelusas en ese lado.
—Entonces acaba ahí —observó el vecino—. ¿Has mirado debajo?
El padre negó con la cabeza y sin pensárselo se agachó, después anunció que había algo. La madre se puso a su lado y se tapó la boca con una mano.
—¡Hijo mío! —exclamó—. ¡Bruno!
Como su hijo no reaccionó, pidió que la ayudasen a mover la cama. La dejaron a un lado y vieron claramente al joven, boca arriba y cubierto y rodeado de pelusas.
El vecino, que había hecho un curso de primeros auxilios hacía veinte años, quiso comprobar si tenía pulso; pero al tocarlo, Bruno se despertó sobresaltado y se incorporó bruscamente.
—¡Alejaos de mí! —chilló—. ¡Acabaré con vosotras!
Trataron de calmarlo sin éxito, ya que su interés estaba centrado en golpearse con las manos los brazos y las piernas para sacudirse las pelusas que lo cubrían mientras les gritaba que se fueran. Sus padres y el vecino tardaron en comprender que hablaba a las pelusas.
—Creo que la suciedad le ha afectado al cerebro —murmuró el vecino.
Bruno se quitó la camiseta y el pantalón, los lanzó a un rincón de la habitación y salió para regresar en medio minuto con una aspiradora. La enchufó y empezó a aspirar las pelusas del suelo.
—¡Fuera! ¡Fuera! —les chillaba—. ¡Acabaré con vosotras!
Cuando se giró, se dio cuenta de que no estaba solo y que tres rostros familiares lo miraban estupefactos. Soltó la aspiradora para abrazar a su madre.
—¡Me secuestraron las pelusas! —le explicó—. Ignoré su presencia, les permití campar a sus anchas por mi casa hasta que se hicieron con el control y me secuestraron. Gracias por haberme rescatado. A partir de hoy limpiaré todos los días. Evitaré que esto se repita. ¡Ha sido horrible! Limpiaré, limpiaré.
—Estaría bien que lo revisara un médico… o un psiquiatra —susurró el vecino al padre.
—No sé qué le habrá pasado, pero parece que por fin ha aprendido que limpiar no es una pérdida de tiempo —contestó, sacudiendo la cabeza.
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Imagen de portada: The Creative Exchange en Unsplash.
Felicidades por aniversario de la web y el blog.
El título jocoso del relato mantiene el suspense hasta sorprender el final.
Gracias por tu comentario.
Qué bien que te haya gustado y sorprendido.
Bendiciones y saludos.