Un relato de humor donde el protagonista muestra que las prisas no son buenas consejeras y que ir contrarreloj puede impedir apreciar lo que importa.
Fabio tenía prisa, como siempre, pero aquella tarde tenía más prisa de la habitual.
Una chica con una hucha en la mano se interpuso en su camino. Dijo estar recaudando fondos para algo, pero él no le prestó atención, pasó de largo y entró al metro. Corrió hacia el andén al oír el tren, llegando a tiempo de verlo alejarse. El panel anunciaba el próximo tren en cinco minutos y soltó un taco, pero, igualmente, tuvo que esperar.
Cuando llegó a la otra estación, salió rápido y sin cederle el paso a un hombre que llevaba muletas. Al cruzar la puerta de salida, chocó con un niño pequeño que iba de la mano de su madre. No se inmutó, a pesar de que el niño empezó a llorar.
—¡Tenga cuidado! —le gritó una voz femenina a sus espaldas que ignoró.
Su móvil comenzó a sonar. Equivocadamente, pensó que sería su amigo.
—Ahora no, mamá —dijo como si ella pudiera oírlo, antes de volver a guardar el móvil.
Entró en la charcutería suponiendo que no le iba a quitar mucho tiempo lo que quería comprar. Sonrió al ver que solo había una mujer, de unos setenta años que vestía un feo abrigo marrón, a la que estaban atendiendo. Miró el reloj y calculó que en diez minutos estaría en casa.
Sin embargo, la anciana parecía necesitar dar de comer a un regimiento ya que su lista de embutidos y quesos era interminable. Para colmo, de pronto, recordaba alguna otra cosa y la pedía. Por mucho que Fabio golpease con la punta del zapato en el suelo y resoplase, ella no se daba por aludida.
¡Por fin dijo que no quería nada más! Y, en efecto, no pidió nada más. «¿Qué más va a querer si ya se ha llevado de todo?», pensó él de mal humor.
Pero ahí no terminaba su turno. Ella preguntó si podía pagar con tarjeta y tuvo que buscarla dentro de su enorme bolso. Fabio tuvo que contener las ganas de darle un puñetazo a la pared y volvió a mirar el reloj. ¡Había perdido quince minutos!
—Señora, ha dado un error —dijo el dependiente—. Ha puesto mal la clave de la tarjeta.
—Vaya.
Casi aplaudió cuando la anciana se separó del mostrador.
Cuatro minutos más tarde él ya estaba en la calle con el cuarto de jamón serrano que había entrado a comprar. No le parecía justo haber perdido veinte minutos de su valioso tiempo por culpa de aquella mujer. Tendría que buscarla y reclamarle una indemnización.
—Oiga, ¿podría ayudarme con las bolsas?
Él reconoció la voz de la anciana. La miró con desagrado y vio que, en efecto, iba con varias bolsas que parecían pesar, pero no quería perder más tiempo por ella.
—Vivo a la vuelta de la esquina.
—¡Cómprese un carro, vieja! O no haber comprado tanto —le soltó antes de seguir su camino—. Tengo mejores cosas que hacer.
Poco después Fabio llamaba al ascensor del bloque de pisos en el que vivía.
—Venga, venga —repetía mientras veía descender lentamente los números en la pantalla situada sobre la puerta metálica del ascensor.
Oyó abrirse la puerta del portal y vio con fastidio que era una vecina que llegaba con un coche de bebé. El ascensor era estrecho y no solo iban a subir incómodos, sino que también tendría que esperar a que ella acomodara el transporte del bebé y se bajara antes que él. Iba a robarle un par de minutos como mínimo.
Tal y como temía, ella llegó antes que el ascensor.
—Hola —lo saludó—, ¿qué tal?
—Bien —masculló él—. Esto tarda demasiado, creo que cogeré las escaleras.
—¿Hasta el décimo piso?
Él se dirigía a las escaleras cuando el ascensor llegó. Hizo un rápido cálculo de qué le haría perder menos tiempo. A su pesar, optó por el ascensor.
Ella pulsó el octavo piso y él, el décimo. Cuando la puerta se cerró, se centró en el techo para no tener que hablar. De pronto, el ascensor se paró. Fabio dirigió la mirada a la pequeña pantalla que había sobre los botones y la vio en blanco.
—El cuatro ha sido último número que ha salido —comentó ella.
—Seguro que ese estúpido coche de bebé ha provocado un sobrepeso —replicó él irritado pulsando el botón de alarma.
—No culpes a mi bebé o a su cochecito.
—Servicio de ascensores, ¿en qué puedo ayudarle?
Él le relató rápidamente la situación. Les dijeron que solucionarían el problema enseguida.
—Tenía que haber subido por las escaleras. Ya estaría en casa.
—Yo no tenía otra opción.
—Tanto correr para que este trasto me deje aquí encerrado —protestó él dando una patada al suelo.
—¿Tenías prisa?
—¡Claro! Hoy hay partido. He salido corriendo del curro para no perdérmelo y un amigo está a punto de llegar. Una vieja me ha robado veinte minutos en la charcutería y, por su culpa, ahora estoy aquí encerrado.
—¡Pero qué culpa tendrá esa mujer!
—Me ha robado mi tiempo y, encima, quería que la ayudase con las bolsas.
—Si la hubieras ayudado, tal vez ahora no estarías aquí dentro.
—Y si no me hubiera robado mi tiempo, seguramente, tampoco.
—Ella no te ha robado nada.
—¡Vaya que sí! Yo soy un hombre ocupado que no puede desperdiciar su tiempo.
—Un hombre ocupado en ver un partido de fútbol —suspiró ella poniendo los ojos en blanco.
—¡Qué sabrás tú!
Ella levantó una ceja con asombro y abrió la boca para contestarle cuando el ascensor volvió a ponerse en movimiento.
Fabio por fin entró en casa. Se sentó en el sofá, puso la tele y descubrió con disgusto que habían cancelado el partido debido a las malas condiciones climatológicas.
Se consoló pensando que al menos podría pasar la tarde con su amigo, pero le extrañó que aún no se hubiera presentado. Miró su móvil y leyó un mensaje en el que le decía que le había surgido un imprevisto y no podría ir.
«Tanta prisa para nada», se lamentó, y con una amarga sonrisa pensó que al menos tendría jamón para cenar.
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Imagen de portada: Veri Ivanova en Unsplash.